viernes, 12 de octubre de 2012

Descansa en paz: El funeral del no puedo


                              Descansa en paz: el funeral del «no puedo» 



Las gran mayoría de motivadores no son psicólogos.
Mi labor el la Selección fue puramente motivacional, aclaro nunca se me contrato como maestra de Feng shui, ni como arquitecta.

El ejercicio de los  miedos fue sacado del libro
 Caldo de Pollo para el alma de:

Jack Canfield &; Mark Victor Hansen, no de un manual de chamanismo.

Jack Canfield, ha vendido más de 130 millones de copias en 54 idiomas de Caldo de pollo para el alma, 
Aqui el extracto del libro.
Descansa en paz: el funeral del «no puedo» 
La clase de cuarto grado de Donna se parecía a muchas otras que yo había visto
antes. Los niños se sentaban en cinco filas de seis pupitres. La mesa de la
maestra estaba a la entrada del aula, frente a los alumnos. El tablero de
anuncios destacaba algunos trabajos de los chicos. En la mayoría de los aspectos
parecía un aula típica de la escuela elemental tradicional y, sin embargo, el día
que yo entré por primera vez me pareció diferente. Era como si allí hubiera una
corriente de entusiasmo.
Donna era una maestra veterana de una pequeña ciudad del estado  de
Michigan, a quien sólo le faltaban dos años para retirarse. Además, participaba
como voluntaria en un proyecto de desarrollo que abarcaba al personal de todo
el condado y que yo había organizado y respaldaba. La enseñanza se centraba
en el aprendizaje de ideas del lenguaje artístico que permitieran a los alumnos
sentirse satisfechos consigo mismos y hacerse cargo de su propia vida. La tarea
de Donna consistía en asistir a las sesiones de formación y llevar a la práctica
los conceptos que surgieran de aquella iniciativa.
Me instalé en un asiento vacío al fondo del aula y me puse a observar.
Todos los alumnos estaban participando en la tarea, que consistía en llenar una
hoja de papel con ideas y sugerencias. La niña más próxima a mí, de unos diez
años, estaba llenando su página de «No puedos».
«No puedo chutar una pelota de fútbol más allá de la segunda base.»
«No puedo hacer divisiones de más de tres cifras.»
«No puedo conseguir que Debbie sea amiga mía.»
Había llenado la página hasta la mitad y no parecía que hubiera acabado el
tema. Seguía escribiendo con determinación y persistencia.
Recorrí la fila, mirando al pasar los papeles de algunos niños. Todos
estaban escribiendo las cosas que no podían hacer.
«No puedo hacer la vertical.
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«No puedo correr más de doscientos metros sin descanso.»
«No puedo comer más de un bollito.»
Mi curiosidad se había despertado y decidí preguntar a la maestra qué era
lo que estaba pasando, pero como al acercarme vi que ella también estaba
escribiendo, decidí no interrumpirla.
«No puedo conseguir que la madre de John venga a las reuniones de la
escuela.»
«No puedo conseguir que mi hija llene el depósito del coche.»
«No puedo hacer que Alan use las palabras en vez de los puños.»
Frustrado en mis esfuerzos por determinar por qué los estudiantes y la
maestra se dedicaban a escribir enunciados negativos en vez  de otros más
positivos, que empezaran por «Puedo», volví a mi asiento para continuar mis
observaciones. Los alumnos siguieron escribiendo durante unos diez minutos.
Casi todos llenaron su página y algunos incluso empezaron otra.
—Terminad la página que estáis haciendo y no empecéis otra —fue la
consigna que dio Donna para indicar que pusieran fin a su actividad. Después,
dio instrucciones de que cada uno doblara su papel por la mitad, lo llevara
hasta su mesa y lo dejara en una caja de zapatos vacía.
Una vez recogidos todos los papeles, Donna añadió el suyo. Tapó la caja, se
la puso debajo del brazo y salió del aula hacia el pasillo, seguida por todos los
alumnos. El último de la fila era yo.
A mitad del pasillo la procesión se detuvo. Donna entró un momento en el
cuarto de herramientas del portero y volvió a salir con una pala. Con la pala en
una mano y la caja de zapatos en la otra, salió con los niños de la escuela y se
fue hasta el rincón más alejado del jardín, más allá del patio de recreo.
¡Iban a enterrar los «No puedos»! La excavación les llevó unos diez minutos
porque la mayoría de los niños querían participar. Cuando el hoyo alcanzó casi
un metro, la excavación se detuvo. La caja de los «No puedos» fue debidamente
colocada en el fondo del hoyo y rápidamente cubierta de tierra.
Treinta y un niños de diez y once años estaban de pie ante el hoyo recién
cavado. Cada uno tenía por lo menos una página llena de «No puedos» en la
caja de zapatos, a más de un metro bajo tierra, lo mismo que su maestra.
En ese momento, Donna pidió a todos, niños y niñas, que se tomaran de las
manos e inclinaran la cabeza. Rápidamente, todos, unidos por las manos y con
la cabeza baja, formaron un círculo alrededor del hoyo, ahora transformado en
tumba. Donna pronunció una plegaria de despedida.
—Amigos, hoy estamos reunidos para honrar la memoria del «No puedo».
Mientras estuvo con nosotros en la tierra, afectó a las vidas de todos, de unos
más que de otros. Su nombre, desdichadamente, ha sido pronunciado en todos

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los edificios públicos... en escuelas, ayuntamientos, en el trabajo e incluso en el
parlamento.
«Hemos buscado para "No puedo" un último lugar de reposo y una lápida
que lleva su epitafio. Le sobreviven sus hermanos y su hermana, "Quiero",
"Puedo" y "Lo haré inmediatamente". No son tan bien conocidos como el
célebre difunto y aún no tienen la fuerza y el poder que éste tenía. Tal vez algún
día, con vuestra ayuda, dejen en el mundo una huella mucho más importante.
«Ojalá que "No puedo" descanse en paz y que en su ausencia  todos los
presentes rehagan su vida y sigan adelante. Amén.»
Mientras escuchaba la oración fúnebre, me di cuenta de que esos niños no
olvidarían jamás aquel día. La actividad era simbólica, una metáfora de la vida.
Era una vivencia que quedaría fijada para siempre en el inconsciente y también
en el consciente.
Escribir los «No puedos», enterrarlos y oír la oración fúnebre  era un
importante esfuerzo por parte de aquella maestra, y ese esfuerzo todavía no
había concluido. Terminada la ceremonia, los estudiantes se dieron la vuelta y
volvieron a la escuela, donde tuvo lugar una reunión.
Celebraron el funeral del «No puedo» con bizcochos, palomitas de maíz y
zumos de fruta. Como parte de la celebración, Donna recortó una gran lápida
de cartón. En la parte superior escribió «No puedo» y las letras RIP en el medio,
abajo añadió la fecha.
La lápida de cartón siguió colgada de la pared del aula durante el resto del
año. En las raras ocasiones en que alguno de los alumnos olvidaba el acto y
decía «No puedo», Donna se limitaba a señalarle el signo del RIP. Entonces, el
niño o la niña recordaba que «No puedo» había muerto y buscaba otra forma
para expresarse.
Yo no fui uno de los alumnos de Donna, ella era una de los míos. Sin
embargo, aquel día aprendí de ella una lección inolvidable.
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Ahora, años después, cada vez que oigo decir «No puedo» vuelvo a ver las
imágenes de aquel funeral en la clase de cuarto grado y, como aquellos
estudiantes, recuerdo que «No puedo» ha muerto